De allí la desesperación de los gorilas en la niebla. Y el ominoso via crucis habanero del primer presidente venezolano en entregarle la soberanía de la Nación a la zarrapastra de una isla miserable. Ni los rugidos de Rangel Silva ni los consejos de los hermanos Castro podrán sacarle los pies del barro a quien comenzó su aparatoso hundimiento. Su caída es inevitable.
Antonio Sánchez García
En una importante comparecencia ante Leopoldo Castillo en su programa Aló Ciudadano, el experimentado líder socialcristiano Eduardo Fernández, una de las figuras esenciales con la que la oposición democrática ha de contar para momentos de urgencias críticas, ha señalado con todas sus letras que la inevitable caída del régimen no tiene necesariamente que ocurrir según pautas convencionales. Y ha recordado las muchas otras causales y determinaciones constitucionales que harían posible precipitar un acontecimiento que no parece querer esperar por 25 largo meses. Mientras el régimen, empujado más por sus propios desaguisados y desafueros que por la acción determinante de la oposición democrática, parece hundirse a pasos agigantados en una dramática crisis terminal.
Las declaraciones de Eduardo Fernández, expresadas en un tono mesurado y digno del estadista al que la suerte le ha sido mezquina y muy injustamente adversa, son doblemente importantes, dado su indiscutible talante democrático. Imposible olvidar que Eduardo Fernández, entonces la carta presidencial más relevante del partido socialcristiano COPEI y jefe de facto de la oposición al gobernante Carlos Andrés Pérez, fue una de las poquísimas figuras que sin mantener ningún vínculo ni compromiso con el gobierno de CAP II supo oponerse al golpe de Estado del 4F, sin parar mientes en sus consecuencias políticas. Inolvidable su referencia de entonces a las enseñanzas de su padre, un ejemplar demócrata venezolano. Que lo llevaron a respaldar al político caído en las garras del golpismo y que, tras casi veinte años de tan nefando suceso, comienza a ser reivindicado por la historia. Quien lo dude, que lea el extraordinario testimonio de Mirtha Rivero, La rebelión de los náufragos. 
Porque a la precipitación del régimen en las turbulentas aguas del deslave político, económico y social que tiene al presidente de la república dando manotazos de ahogado y reciclando los peores antecedentes del gorilismo vernáculo en la figura del más impresentable de sus generales, se unen algunos síntomas indudables de una profunda rectificación política: a la reivindicación de Carlos Andrés Pérez, principal víctima del golpismo venezolano, se une la recomposición de su partido, Acción Democrática y el vivificante renacimiento de los partidos. Coronado todo ello por la conciencia de la necesaria unidad de las fuerzas que tendrán la pesada responsabilidad de reconstruir el dañado tejido de la Nación.
El triunfo del 26S le ha asestado al proyecto del presidente de la república un golpe mortal del que no sabrá recuperarse. Mientras unos lanzan por la borda todas sus máscaras democráticas y pujan por acelerar la mutilación del cuerpo sano de la república mediante expedientes gangsteriles como los propiciados por el talibanismo gobernante y su fiebre estatizadora, otros repasan cifras de pasadas confrontaciones, calculan techos y subsuelos de las fuerzas en pugna y se ilusionan con los siete millones de votantes del 2006. Ilusiones de paralíticos: la historia es irreversible. Y en política, como por lo demás en el reino del amor que le es tan cercano, lo que se tuvo jamás se vuelve a tener.
De allí la desesperación de los gorilas en la niebla. Y el ominoso via crucis habanero del primer presidente venezolano en entregarle la soberanía de la Nación a la zarrapastra de una isla miserable. Ni los rugidos de Rangel Silva ni los consejos de los hermanos Castro podrán sacarle los pies del barro a quien comenzó su aparatoso hundimiento. Su caída es inevitable.
Alberto Rodríguez Barrera
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