Nos guste o no nos guste, Chile se vio en la obligación de resolver la más grave crisis existencial de su historia, como la definiera el historiador del cual tuviera yo el honor de ser ayudante, don Mario Góngora, mediante la fuerza. Negarlo, borrando el imperativo de nuestro escudo nacional, un torpe ejercicio de lesa Patria.
Antonio Sánchez García
EL CHILE DE AUGUSTO PINOCHET: ¿DICTADURA O RÉGIMEN MILITAR?
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Un funcionario del ministerio de educación del gobierno de Sebastián Piñera ha tenido la ocurrencia, suficientemente estúpida como para que no pudiera pasar inadvertida, de rebautizar el período de diecisiete años del gobierno dictatorial del general en jefe de las Fuerzas Armadas chilenas Augusto Pinochet Ugarte, para comodidad de sus seguidores: durante esos diecisiete tenebrosos años Chile, quisiera decir el burócrata de marras, no estuvo regido y gobernado por una junta militar subordinada al mando de un presidente con poderes dictatoriales, sino por “un régimen militar”.
Debe haber creído el ocurrente redactor de ese nuevo libro de texto para la educación de los niños chilenos que con ese acto de birlibirloque nominalista, desaparecerían como por encanto los más de tres mil asesinados y/o desaparecidos por la policía política de la dictadura, se borrarían de la memoria de los chilenos las decenas, los cientos de miles de exiliados, desterrados y escapados de las garras de la policía de la dictadura que debieron recomenzar sus vidas bajo otros paralelos, otros climas, otras culturas y otras lenguas hasta perder sus raíces. Y que, como en los cuentos infantiles, todos se irían a la playa, comerían perdices y serían felices.
La gravedad del hecho no radica en la estupidez del intento, en la chambonería de la maniobra ni en lo inútil del esfuerzo. Radica en la radical incomprensión de esa trágica, desgarradora historia, la más dolorosa, si no la más cruenta, de nuestra historia republicana, y de la que culpables fuimos todos los chilenos, sin excepción ninguna: vencedores y vencidos, perseguidores y perseguidos. Casi provoca decir: víctimas y victimarios. Si no hubiéramos estado divididos por las dos proposiciones grabadas a sangre y fuego en nuestro escudo nacional: POR LA RAZÓN O LA FUERZA.
Si el destino de una república sesquicentenaria construida con brutalidad e inteligencia, con violencia, tesón y cordura, con porfía y lucidez, con razón y con fuerza, en una extraña simbiosis de civilidad y militarismo, de institucionalidad y desafuero hacía absolutamente imposible la imposición de una dictadura socialista, para el caso, “proletaria y campesina”, a la que se opondrían las instituciones y las fuerzas armadas y que difícilmente lograría convencer a la mayoría de los ciudadanos, ¿qué factores sociales y políticos imposibilitaron que el conflicto se dirimiera por la razón, la cara de nuestra nacionalidad, y no por la fuerza, nuestro reverso?
La tragedia del caso chileno radica precisamente en la naturaleza absolutamente inviable de la salida política, vale decir pacífica, y la inevitabilidad del enfrentamiento armado, la violencia y la brutalidad de las armas. Chile, al 11 de septiembre de 1973, no tenía otras opciones que la guerra civil o el golpe de Estado. Como lo entendieran las fuerzas rectoras de la izquierda y de la derecha, mortalmente enfrentadas en un todo o nada, el arma de la crítica había cedido el lugar a la crítica de las armas. Luego de las elecciones parlamentarias de marzo del 73, que demostraron la práctica paridad de fuerzas alcanzada por ambos bandos, el presente no podía dirimirse por la razón, sino por la fuerza. Alea iacta est: los dados estaban echados.
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Que Salvador Allende representara al pequeño sector de la izquierda empeñado en una salida pacífica, vale decir: que estuviera decidido a dar por cancelado el intento revolucionario, aceptar el veredicto de un plebiscito que sabía perdido, pero que le permitiría la honrosa salida de regresar al statu quo ante bellum, engrandece su figura y profundiza la tragedia. Pues fue incapaz de hacer valer su lúcida comprensión de la impotencia en que se encontraban las fuerzas populares y revolucionarias. Como quedara dramáticamente de manifiesto el mismo 11 de septiembre. Cuando los sectores populares asistieran atónitos aplastamiento inmisericorde del proyecto en que ellos y sus partidos estuvieran empeñados. En ese su predicamento estuvieron los sectores más progresistas y minoritarios de la DC, dirigidos por Renán Fuentealba, no su jefe indiscutible, Eduardo Frei Montalba y la mayoría del partido, que obedecía a una clase media empecinada en ponerle un fin tajante y radical a la aventura socialista que ponía en peligro su propio sistema de vida; la dirección del Partido Comunista, no el Partido Socialista y las fuerzas de la Izquierda radical, que habían determinado desde antes de la asunción del gobierno que el enfrentamiento era inevitable y que Chile se enfrentaba a la disyuntiva irreductible entre socialismo o fascismo. Ni hablar del empresariado, que rechazara toda fórmula de entendimiento a meses del desenlace de la tragedia. Que Eduardo Frei terminara su vida asesinado por aquel a quien no se opuso, no hace más que ahondar la trágica naturaleza de ese período tan desgraciado de la historia chilena
Está suficientemente documentado el esfuerzo de Salvador Allende, por lo menos desde abril del 73, para sondear el estado de animo de los protagonistas principales de las fuerzas de la derecha y buscar consenso para una salida de compromiso a la crisis terminal de su proyecto. Hay pruebas de que en dicho intento sería secundado por el general Prats y por el cardenal Silva Henríquez. Como documentado está el brutal portazo en las narices que le dieran las fuerzas de la Unidad Popular a pocos días del golpe de Estado, cuando respondieran con un no absolutamente taxativo e irrecusable a todas sus propuestas y pedimentos de poderes extraordinarios para enfrentar y resolver la crisis.
De modo que el choque de trenes se hizo inevitable. Sobre todo porque el sector decidido a resolver la crisis por medios violentos, las fuerzas armadas, había decidido no tardar un día más en resolver el nudo gordiano del Poder, ante el fracaso evidente de la civilidad, que agotara su acción interventora mediante la declaración de la Corte Suprema de Justicia y del Congreso, que a días del golpe declararon la inconstitucionalidad del gobierno y dieron luz verde legitimando la acción de las fuerzas armadas.
El golpe de Estado se hizo históricamente inevitable. Y con él, la necesidad asimismo histórica de derrocar al gobierno, suspender la vigencia de las instituciones, declarar un Estado de Excepción – en el sentido schmittiano – y decidir la nueva Soberanía: “soberano”, dice Carl Schmitt en El Concepto de lo Político, “es quien resuelve el estado de excepción”. La dictadura se hizo inevitable. El 11 de septiembre no se instaura un régimen militar. Se instaura una dictadura militar, cuyo sistema de gobierno dará, necesariamente, paso a un régimen militar. Su naturaleza sería, desde el primer momento de su instauración, dictatorial. Es la bruta, la irrebatible realidad histórica, política, filosófica de los hechos.
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Que la dictadura pinochetista, de naturaleza militar, estuviera condenada a extinguirse en el tiempo, una vez cumplida la función encomendada de restablecer el orden y erradicar los factores disolventes de la tradición republicana, liberal democrática amenazada por las fuerzas revolucionarias, fue un destino que le determinaran los acontecimientos. No un capricho de las individualidades que tomaron parte determinando los sucesos. Ese es un hecho indiscutible. Independiente de la voluntad cesariana e imperial de Augusto Pinochet. Que llegó a constituirse en un estorbo para el devenir de las fuerzas sociales, políticas y económicas de la Nación, ya definitivamente enrumbadas hacia la plena democracia, único sistema capaz de garantizar el desarrollo hacia la prosperidad y la modernización impulsada por la misma junta militar y el mismo Pinochet. Ese hecho diferencia la dictadura militar chilena sustancial, medular, filosóficamente de la dictadura que impidió se entronizara: la dictadura proletaria, popular, socialista o como quiera designársele. Cuyo fin tenía necesariamente que ser la aniquilación de esa tradición republicano democrática que ha constituido la médula de la existencia del Chile bicentenario. Y construir, como en Cuba o en la extinta Unión Soviética, un sistema irreconciliable con las libertades ciudadanas.
Que la seguridad y la estabilidad sobre las que descansa la vida social y política chilenas – un logro que sólo se hace posible gracias a la resolución, desgraciadamente cruenta y dolorosa, del impasse existencial vivido en los años setenta por el único factor en capacidad de hacerlo, las Fuerzas Armadas– conduzcan al olvido del pasado o al absurdo intento por camuflar sus determinaciones, no debiera enorgullecer a los chilenos. La dictadura fue una necesidad histórica. Independientemente de la innecesaria crueldad puesta en práctica por quienes no conocían, en su larga e histórica tradición, otro modo de comportamiento que la violencia brutal y desalmada. Un ingrediente propio de nuestra tradición. ¿O la Guerra del Pacífico y todos los graves conflictos en que Chile se viera interna y externamente involucrado fueron resueltos con guantes de terciopelo? Hic Rodus, hic salta, decían los romanos.
Nos guste o no nos guste, Chile se vio en la obligación de resolver la más grave crisis existencial de su historia, como la definiera el historiador del cual tuviera yo el honor de ser asistente, don Mario Góngora, mediante la fuerza. Negarlo, borrando su conminación de nuestro escudo nacional, un torpe ejercicio de lesa Patria.
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