Pedro Lastra
El 2012 se acaba una autocrítica corrupta e ineficiente
Que Diosdado y toda su "boliburguesía" se miren en el espejo de los criminales secuaces de Mubarak y Ben Alí. Con sus fortunas a salvo en algún banco suizo. Y sus bienes arrastrados por los suelos. Podría esperarles el mismo futuro.
Bajando las escaleras del edificio donde se encuentra el impresionante Penthouse del principal financista de la primera campaña presidencial de Hugo Chávez, en Lomas de San Román, el principal asesor electoral de la campaña del teniente coronel debió cubrirse de la lluvia que caía inclemente a esas horas de la madrugada. "Eran las dos o las tres de la mañana" – recuerda hoy quien fuera incorporado al staff del futuro presidente de la república – "y me impresionó ver a un hombre empapado de pies a cabeza y tiritando de frío, apoyado en un poste de luz enfrente del suntuoso edificio. Al pasar a su lado comprobé que se trataba de uno de sus guardaespaldas, el capitán Diosdado Cabello".
No hubiera imaginado entonces, ni siquiera se le habrá pasado por la mente al asesor en cuestión, que ese fiel y leal secuaz de quien vivía de prestado en ese apartamento, llegaría ser el más poderoso y adinerado funcionario del régimen, amo y señor de su única creación original: "la boliburguesía". En efecto, doce años después, el desangelado espaldero es propietario de una de las fortunas más importantes de Venezuela. Que podría montarse incluso por sobre los mil millones de dólares.
Diosdado Cabello, de quien se supone que en defensa de un patrimonio tan descomunal no le sobrarían los escrúpulos como para asestarle una puñalada política a quien podría, si las urgencias se lo impusieran, sacarlo del juego con un chasquido de sus dedos, sabe mejor que ninguno de los otros espalderos – Pedro Carreño, Rodríguez Chacín y todos esos oficiales de rango medio que le acompañaron en los golpes de Estado de 1992 y lo cargaron en brazos durante la travesía por el desierto de la infamia – que esta revolución es una tropical mezcolanza de caudillismo cuartelero, ambiciones descomunales y atropellos sin fin. Pero que de una auténtica revolución, como la traicionada revolución cubana, no tuvo, no tiene ni alcanzará a tener jamás el más mínimo rasgo. En sus pocos ratos de ocio habrá tenido tiempo de enterarse de la pobreza aterradora en que sobrevivió Carlos Marx – alguno de sus hijos literalmente muerto de mengua, otros que no podían ir al colegio, pues carecían de calzado, él mismo sin tener camisa que ponerse para seguir yendo al Museo Británico, en donde acumulaba datos para escribir su obra monumental, El Capital – y del puritanismo radical del Ché Guevara, capaz de fusilar a uno de sus hombres por robarse una lata de leche condensada. Y repudiar a sus padres porque venían de la Argentina a consumir los pocos litros de gasolina con que contaba la revolución.
De modo que Cabello, como la familia Rangel y toda esa chusma aristocrática y ladrona que se ha forrado por varias generaciones, si es que un jurado de administración civil y administrativa no ordena secarlos en la cárcel y devolver todos esas fortunas mal habidas al tesoro de la República, sabe perfectamente que en el 2012 no se acaba la revolución. Lo que en el 2012 – o antes, si Venezuela se contagia con la tempestad que viene del Medio Oriente – se acabará no es ninguna revolución. Lo que se acabará es esta montonera de asaltantes y sabandijas que han convertido a la Venezuela de Bolívar y Páez, de Gallegos y Rómulo Betancourt, de Andrés Eloy Blanco y Luis Beltrán Prieto, de Franklin Brito y los ciento cincuenta mil asesinados por la desidia montonera, en un latrocinio sin medida y un naufragio desesperanzado.
Que Diosdado y toda su boliburguesía se miren en el espejo de los secuaces de Mubarak y Ben Alí. Con sus fortunas a salvo en algún banco suizo. Y sus bienes arrastrados por los suelos. Podría esperarles el mismo futuro.
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