by Luis Enrique Alcalá on 06/07/2010
Era el año terrible de 1991, precursor del año golpista; la Semana Santa estaba muy cerca. El jueves inmediatamente anterior al Domingo de Ramos, el suscrito fue convocado a una reunión en los predios del IFEDEC (Centro Internacional de Formación Arístides Calvani). Había sido requerida por Monseñor Mario del Valle Moronta Rodríguez, a la sazón Obispo de Los Teques. En la convocatoria, se había dejado traslucir que el obispo vendría a hablar con gran preocupación de la situación nacional. (A la sesión asistieron el Presidente y el Director General del Ifedec, Pedro José Méndez Mora y Pedro Luis Ghinaglia, respectivamente, así como su ex Presidente y Director General fundador, Enrique Pérez Olivares; también estuvieron Antonio Napolitano, profesor del Seminario Interdiocesano de Caracas y Santiago Baudilio Ortega, cercano al Ifedec y amigo personal de Moronta; finalmente, quien escribe, que asesoraba entonces al instituto).
En efecto, Monseñor Moronta habló al grupo, con cierta agitación, para decir que una conversación suya con miembros del Alto Mando Militar había apuntado a la muy alta probabilidad de un nuevo “caracazo”; de hecho, expresó que el peligro era inminente y su temor de que tal fenómeno se materializara para la Semana Santa que estaba por empezar. Entonces nos confió el secreto que lo mortificaba: que los altos oficiales le habían asegurado que esta vez, a diferencia del 28 de febrero de 1989, los militares no saldrían a reprimir los previsibles desórdenes y que, por las peculiaridades del acceso a la ciudad de Caracas, ésta podría quedar aislada a merced de los tumultos. Luego calló, una sonrisa persistente en los labios, la misma con la que concedía por aquel tiempo numerosas entrevistas que invariablemente, e independientemente del tema que se le planteara, concluían con su recomendación “práctica” de no olvidar “la centralidad de la persona humana”.
Una primera ronda de opiniones se fue en la solidaridad preocupada de los asistentes con Monseñor y diversas alusiones a virtudes cristianas. Entendí que en ellas no hubo el menor valor agregado para un progreso constructivo respecto del problema planteado, y aventuré entonces una aproximación que comenzó por una pregunta a Moronta. Le dije: “Monseñor: quiero proponer una imagen para caracterizar esta reunión, y quiero saber si a usted le parece apropiada. Es ésta: usted es un facultativo que tiene entre manos un paciente grave, y la dificultad de su condición le ha impelido a convocar una junta médica para consultar a unos colegas sobre el complicado caso. ¿Cree usted que esta metáfora se ajusta a su idea de la reunión?” Monseñor Moronta asintió entusiasmado y dijo que la imagen era perfecta.
Entonces introduje el siguiente eslabón de razonamiento: “Bueno, Monseñor, una desagradable decisión médica característica de los hospitales de campaña, a los que llega repentinamente un camión de heridos, es la que se conoce como triaje. Consiste en clasificar en tres grupos a los soldados que ingresan con heridas diversas. En un primer grupo se ubica a aquellos con heridas leves; el cuerpo médico, exigido por el tiempo y otras limitaciones, no les prestará atención; que sean atendidos por monjas y enfermeras con aspirinas, mercurio-cromo y unas compresas de agua fría. En un segundo grupo los galenos incluyen a los que morirán sin remedio, porque su condición es tan grave que ningún esfuerzo del cuerpo médico entero podrá salvarlos. A ese soldado que lleva un obús alojado en el hígado, inyéctenle morfina para aliviar su tránsito y que sea visitado por el sacerdote, el rabino o el imán; no nos ocuparemos de él. Nos concentraremos, deciden los médicos, en estos que con nuestro auxilio pueden mejorar y sin él se agravarían; manos a la obra”.
El silencio que acompañó mis palabras me permitió hacer una segunda pregunta al obispo: “¿En cuál de los tres grupos, Monseñor, ubica usted a Venezuela? ¿Cree que el país tiene sólo un leve y pasajero malestar, un catarro; o cree, por lo contrario, que debe ser desahuciado?” Monseñor, coreado por el resto de los asistentes, indicó que ninguno de esos dos casos se ajustaba a la situación venezolana, que ciertamente debíamos poner al país en el tercer grupo del triaje, que tenía problemas graves pero con nuestro esfuerzo podía curarse.
“Entonces, Monseñor, voy a darle la opinión que me ha pedido en esta junta médica”, le dije. Le dije que coincidía con su opinión de triaje, que sabía, además, de más de un actor, iniciativa u organización que trabajaba por mejorar las cosas, incluida la Iglesia, pero que, si el paciente se agitaba y en su desesperación se arrancaba las vías endovenosas o despegaba los puntos de sutura, la tarea curativa se dificultaría mucho.
Le hice notar que la Iglesia venezolana, uno de los médicos que se afanaba consistentemente en la mejoría del paciente, estaba justamente entonces en la posición perfecta para aconsejar calma al enfermo, puesto que la Semana Mayor le aseguraba acceso a prácticamente todos los medios de comunicación del país, y que debía usarlos para tranquilizarlo, para reducir la probabilidad de un megadisturbio como la que lo preocupaba, con la dramatizada angustia que había querido compartir con nosotros.
Hice todavía una última pregunta a Mario Moronta: “Monseñor, si cree que lo que he dicho tiene alguna utilidad, ¿estará usted interesado en que le haga llegar unas notas escritas con la esencia de lo que acabo de exponer?” De nuevo, el obispo indicó su grandísimo interés en contar con ese apoyo y yo se las prometí para el día sábado.
La reunión cesó, como por encanto, unos pocos minutos después de este último intercambio, pues ya nadie quiso añadir nada sustantivo, más allá de las cortesías de despedida. A la tarde de ese mismo jueves me llamó Ortega, pues Moronta lo había comisionado como correo. Quedamos de acuerdo en que pasaría por mi casa a buscar las notas que luego llevaría a Los Teques, cosa que ocurrió.
No fue sino hasta el Sábado de Gloria cuando pude conocer el desenlace de esta historia, pues los periódicos venezolanos no circulan en Jueves y Viernes Santos. El atribulado Obispo de Los Teques, el pastor preocupado que la semana anterior nos había alarmado con la inteligencia recibida del Alto Mando Militar, había perorado en Miércoles Santo, como predicador de orden, un Sermón de las Siete Palabras verdaderamente incendiario, en absoluta contradicción con la prédica de sosiego que habíamos acordado. El obispo más pantallero que ha tenido la iglesia venezolana intentó detonar el solo, con su irresponsable sermón de criminal vocación, como terrorista episcopal, el “segundo caracazo” con el que se había mostrado hipócritamente asustado.
Admito mi desconcierto de esos días, pues parecía que Moronta se había vuelto loco. Una hipótesis se formó súbitamente en mi cabeza: la única explicación posible de la paradójica conducta episcopal era que Moronta creía realmente en la inminencia de un disturbio descomunal, que terminara por acabar con el gobierno y abriera las puertas a una revolución. En ese caso, no querría que se le contara entre los apaciguadores; en ese caso, quería emerger como el obispo de la revolución.
Éste es el obispo que, muy explicablemente, Hugo Chávez postula ahora como supercardenal. LEA: http://doctorpolitico.com/?p=15132
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