Vuelvo de Chile cargado de esperanzas. Lo dejé hace ya 37 años, partido en dos, ensangrentado, aherrojado y reducido a sus fuerzas más exangües. Un país que espiritual y materialmente aparentaba no valer nada. Un hermoso país de gentes esforzadas y tenaces, que el delirio y la muerte habían transformado en una tierra desolada por la que nadie daba un centavo. Con sus instituciones seriamente sometidas y quebrantadas. Allí quedó esa fértil provincia, agazapada en un rincón del fin del mundo, devastada por un sismo infinitamente más destructor que los terremotos que suelen azotarla periódicamente, pues causado por la miopía de los hombres y que exigió, contra la buena voluntad de todos y a pesar de los pesares, del último recurso, el de la violencia extrema. Ya al borde de la guerra civil y cuando nadie o casi nadie quiso apostar por salidas consensuadas. El momento crucial en el que la política deja la escena para darle el paso a la guerra. Precisamente cuando más se necesitaba del consenso y los acuerdos. Parafraseando el lema patrio: se había agotado el tiempo de la razón, llegaba el tiempo de la fuerza. El arma de la crítica se había doblegado ante la crítica de las armas.
Tras diecisiete años de dictadura, que además de un sufrimiento inagotable impusieron la paz de los cementerios dejando en herencia, además de las cicatrices, profundos e irreversibles cambios estructurales que sacaran al país de la postración y el marasmo, y tras veinte años de gobiernos democráticos y el reencuentro nacional de los viejos antagonismos, Chile se muestra orgulloso como una de las naciones de vanguardia en América Latina. Tan sólidamente reconstruido, tan vanguardista en todos los campos de la actividad pública y privada, tan superados sus ancestrales índices de pobreza crítica, que puede salir de una hecatombe quinientas veces más poderosa y devastadora que la haitiana con no más de un millar de bajas y daños materiales ciertamente considerables, pero que pueden ser reparados en un lapso no mayor que el ejercicio del presente gobierno. Producto asimismo de otro evento tan impresionante y conmovedor como el sismo de más de 8 grados en la escala de Richter: el país pasa de veinte años de gobiernos de centro izquierda, al primer gobierno de centro derecha en los últimos 51 años. Sin que un cambio de giro de tamaña magnitud afecte en lo más mínimo el buen y apropiado funcionamiento de sus instituciones ni provoque el más mínimo desasosiego social.
Nada de todo esto sería posible si los chilenos no tuvieran la capacidad de enfrentar los grandes desafíos que la historia les impone con visión de futuro y aliento de largo plazo. Sin escamotear la esencia de los problemas ni caer bajo la seducción de los paños calientes y la improvisación. Es gracias a esa peculiar capacidad de comprender y pensar históricamente, en grandes contextos y grandes dimensiones, que los chilenos han sido capaces de vivir y superar sólo en el siglo pasado tres de los más aterradores sismos vividos por la humanidad y resolver dos conflictos sociopolíticos de profunda intensidad con sabiduría y ponderación: la guerra civil de 1891 y la revolución de la Unidad Popular, con sus trágicas secuelas. Sabiendo levantar la frente ante tan estremecedoras contrariedades sin cantos plañideros ni lamentaciones bíblicas.
No termino de pensar en esa experiencia y sacar las conclusiones que le corresponden, cuando aterrizo en nuestro desventurado país y me encuentro con la consabida inconsistencia y veleidad de siempre ante la gravísima crisis existencial que vivimos. Una atávica irresponsabilidad, rota para nuestra fortuna y en momentos cruciales por sabios conductores políticos y partidos decididos a mirar al futuro, nos tiene hoy sumidos en la más delirante, infructuosa y destructiva experiencia política imaginable: la de un militar sin control ni medidas, delirante e irracional hasta el extremo. Incluso con ínfulas imperiales y afanes de dominio universal. No podemos justificar el haberle entregado el poder a un desaforado teniente coronel golpista seducido por la ambición revolucionaria con la ingenuidad y la ignorancia.
En 1893, hace ya más de un siglo, luego de vivir la desastrosa experiencia de una de nuestras innumerables revoluciones, Luis Level de Goda escribía en su Historia Contemporánea de Venezuela: “Las revoluciones no han producido en Venezuela sino el caudillaje más vulgar, grandes desórdenes y desafueros, corrupción, y una larga y horrenda tiranía, la ruina moral del país y la degradación de un gran número de venezolanos.” Palabras que podrían ser suscritas en su totalidad como si se refirieran a la mal llamada revolución bolivariana. Luego de lo cual experimentamos la misma sensación que llevara a Cecilia Acosta a escribir hace más de ciento cincuenta años, en 1856: “Las convulsiones intestinas han dado sacrificios, pero no mejoras; lágrimas, pero no cosechas. Han sido siempre un extravío para volver al mismo punto, con un desengaño de más, con un tesoro de menos”. El chavismo reitera una sistemática regresión en la enfermedad congénita de los venezolanos: el encaprichamiento caudillesco con las revoluciones y la estólida seducción de los minusválidos. Salvo su dimensión, virulencia y destructividad. Ahora mayor que nunca.
Cambian las generaciones, se reciclan los mismos problemas institucionales, ahora travestidos de contemporaneidad y amplificados por el desarrollo y el crecimiento exponencial de la marginalidad, y se recurre a los mismos expedientes: un caudillo ambicioso e irresponsable, una aventura revolucionaria, ahora etiquetada de bolivariana y marxista leninista, una ilusión para las masas, un desengaño más para el país. Con la secuela de corrupción, degradación, despotismo y tiranía que nos retrotraen a las peores pesadillas del pasado. Sin dejar a cambio más que ruina y devastación. Debemos volver a empezar de cero. Nada nuevo bajo el sol.
Más que en el país, en donde su popularidad aún encuentra un eco insólito para quien ha cometido los peores estropicios, corruptelas, crímenes, abusos y chambonadas y merecería rondar las más bajas cotas de aceptación – señal de que el mal que sufrimos es infinitamente más grave de lo que nos dejan presumir las encuestas -, el gobernante ya encuentra el repudio universal y no tiene más respaldo que el de sus iguales: los Castro, los Ortega, los Lukashenko. La bazofia de la política mundial. El sentimiento de repulsa ante su grotesca figura es materia de comentario obligado en los editoriales de los principales periódicos del mundo, a pesar de una fastuosa inversión en compra de plumarios. El diagnóstico es unánime: Chávez y su proyecto estratégico viven su ocaso.
¿Qué hace la oposición entre tanto, cuando la posibilidad de aventarlo del Poder es más cercana y real que nunca y la posibilidad de reconstruir el país sobre nuevas bases está al alcance de la mano? Es cierto: se ha avanzado hacia la configuración de una alternativa inmediata – las elecciones del 26 de septiembre – y se trabaja en pos de la unidad para poder enfrentarlas con éxito. Pero también es cierto que la unidad que hemos logrado no es una unidad que concierte voluntades tras un proyecto histórico de mediano y largo plazo, como hicieran los chilenos cuando constituyeran la Concertación Democrática. Es un mero convenio de entendimiento electoral ante un evento que pareciera culminar y agotarse el 26 de septiembre próximo y que parece despertar las más desaforadas ambiciones de protagonismo en quienes difícilmente pueden exhibir los antecedentes requeridos para ingresar en el foro que debiera ser el de los mejores espíritus nacionales. Nada que objetar a esas legítimas y sanas ambiciones. Aunque infinitamente más importante es la ambición de patria, de nacionalidad, de historia, del que no parecen estar tan sedientos nuestros innumerables postulantes. Brotados como hongos de los resquicios de nuestra sociedad.
El régimen sufre bajo la presión insostenible de tremendos resquebrajamientos telúricos. La salida de Henri Falcón del PSUV y la valiente decisión del PPT de abrirle sus puertas, así sea al precio de verse marginado de puestos de privilegio para enfrentar las elecciones parlamentarias, dan cuenta de que la frágil arquitectura del partido de gobierno, una aglomeración sin ideología ni tradición y sin otro pegamento que el disfrute de las canonjías que asegura un poder manejado a discreción por el principal corruptor de nuestro país, es apenas la punta del iceberg. Ya circula por Internet un comunicado de personalidades de la izquierda chavista de la primera hora tomando distancia del naufragio al que el teniente coronel conduce la nave de la Nación. Son manifestaciones puntuales que permiten presagiar una crisis acelerada de los sectores que respaldan al régimen. Chávez se acerca al dramático momento de la soledad del Poder, que todos sus predecesores han vivido. Más de un 70% de la ciudadanía no lo quieren ni por asomo más allá del 2012. Y más de la mitad de la población se atreve a mucho más: quisieran vero dejar el Poder cuanto antes, sin tener que seguir viviendo el sangramiento de la patria bajo sus absurdos y destructivos estropicios. Chávez tiene el sol en la espalda. Comenzó el ocaso.
A la inmediata conformación de un proyecto auténticamente unitario para enfrentar las elecciones de septiembre, hito político tan trascendental como lo fuera el plebiscito de Octubre de 1988 para los chilenos, se debe sumar cuanto antes la conformación de un gran frente democrático, abierto a todos los sectores del país, capaz de aglutinar en su seno a todos quienes se proponen superar este amargo momento que sufrimos y abrirle las puerta del país a las grandes avenidas del futuro. Es el momento de la Concertación por la Democracia. Un lugar de reencuentro que permita el abrazo de todos quienes estuvimos divididos hasta hoy y comenzamos a vislumbrar la necesidad de unirnos poniendo de lado rencores y facturas. Nos lo pide la patria, sedienta de unidad para la reconstrucción y la acelerada recuperación de una década perdida.
Bienvenidos sean al seno de la unidad patriótica quienes tienen y tendrán el coraje de reivindicar la libertad por sobre la sumisión y la prosperidad por sobre la destrucción. Es el imperativo categórico que el momento nos reclama.
Antonio Sánchez García
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Alberto Rodríguez Barrera
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