Que no se diga que los chilenos no enfrentan el futuro con una premonitoria capacidad de liderazgo.
Regreso a Chile dos meses después de mi última visita. Entonces dejé atrás un país pletórico de entusiasmo, dispuesto a la maravillosa aventura de vivir un gobierno situado en las antípodas de los cuatro gobiernos anteriores y dejar atrás no sólo veinte años de crecimiento sostenido, estabilidad social y prosperidad económica, sino a dar un giro de 180 grados en su trayectoria política. Los chilenos, orgullosos y seguros de sus logros, se aprestaban a ser gobernados por otras variables políticas. Un país posiblemente el más estabilizado de la región, podía permitirse el lujo de ir más allá de las exitosas políticas de la Concertación, que ya se quisiera cualquier otro país de América Latina – un sueño, más aún: una utopía a que aspiran millones y millones de venezolanos - para apostar a la novedad y subir varios peldaños en su ascenso hacia el Primer Mundo. Atropellando incluso la popularidad de su presidenta Michelle Bachelet, agraciada con la mayor popularidad de que haya disfrutado presidente alguno en la historia republicana chilena. Más de 80 puntos de reconocimiento, un record difícil de igualar.
Al llegar en una madrugada que se asoma fría y cortante no atravieso la grácil, transparente y vanguardista estructura del aeropuerto internacional ni recorro sus monumentales comercios libres de impuestos. Donde durante mi partida anterior olvidara en los trámites de chequeo mi reloj pulsera, que encontré llamativamente instalado sobre el aparato de rayos X, tras obedecer las señales de una oficial de la policía de fronteras orientándome hacia su encuentro, ya a punto de embarcarme. La azafata nos pide ahora, mientras sufrimos la bocanada de aire frío que cala los huesos, que bajemos del avión en grupos de máximo cincuenta pasajeros. Y aguardemos pacientemente en el avión hasta que la policía aduanera los despache, ubicados en una inmensa carpa de campaña. ¿Habrán terminado las tareas de reparación del hermoso edificio de aquí al miércoles, cuando lleguen los invitados a la transmisión de mando?
Los chilenos son estoicos, sufridos y templados en mil y una tragedias. Poseen un temple moral como acerado en grandes sufrimientos. Y una asombrosa vitalidad a la hora de enfrentar sus adversidades. Chile no llora a sus víctimas ni lamenta sus pérdidas: los chilenos han sacado sus banderas y se sienten más orgullosos que nunca de su nacionalidad. Sin perder un minuto, aceptan el desafío y se hacen a la magnífica aventura de la reconstrucción. Un taxista me narra conmovido la tragedia de su hermano, un pescador de Ilota, uno de los pueblitos pesqueros más azotado por las marejadas, de 40 años que perdió “casa llave en mano”, me indica, queriendo significar con ello que no salvó ni una almohada. El tsunami no le perdonó más que los cimientos. Perdiendo además las cinco lanchas pesqueras y sus motores, una camioneta y todos sus bienes y aparejos. A los pocos días de enterarse de su desgracia, sus hermanos organizaron un viaje para llevarle desde una carpa familiar hasta una cocina, comida y medicamentos: una camioneta llena hasta los topes, me cuenta entusiasmado. Los vecinos organizaron una colecta. Y uno de los hermanos puso en venta su camioneta para entregarle el dinero. “Quiso regalársela” – me comenta sonriendo –“ pero no le hubiera servido de nada. Las carreteras están destrozadas”.
Otro taxista me comenta conmovido de los resultados del TELETÓN, que recaudó el doble del dinero apuntado: 30 mil millones de pesos. Divida por 500 y tendrá la cantidad en dólares. Con la activa participación del empresariado. Y me cuenta orgulloso del diálogo entre el alcalde de Ilota, deshecho en lágrimas por la colosal tragedia, y su padre, un anciano cercano a los 90 años: “hay dos tipos de hombre” me comenta el taxista que le dijo el viejo a su muchacho: “los que se sientan a llorar ante el infortunio y los que se ponen de pie para levantar a sus esposas y a sus hijos.”
Una descomunal bandera chilena cubre los ventanales de un edificio gigantesco que puedo ver a través de la ventana de mi hotel. Tendrá cuarenta o cincuenta pisos y una llamativa y monumental fachada de cristales. No sufrió un sola rotura. Es la otra enseñanza de un Chile construido por los mejores ingenieros del mundo. Me explica un arquitecto amigo: un solo edificio derrumbado por un terremoto es una vergüenza para sus calculistas y una tragedia insuperable para sus constructores.
Porque los chilenos no actúan hoy como si ya se hubieran acabado todos los terremotos que Dios les asignó en la bitácora de sus vidas. Ayer me enteré en El Mercurio de un hecho que sería insólito y asombroso en cualquier otro lugar que no sea en esta “fértil provincia señalada, de la región Antártica famosa”, como escribiera Alonso de Ercilla y Zuñiga hace casi quinientos años: inmediatamente después de su victoria y en su primera reunión de gabinete, Sebastián Piñera les regaló a todos sus ministros un extraño libro llamado “LOS TERREMOTOS DE CHILE”.
Que no se diga que los chilenos no enfrentan el futuro con una premonitoria capacidad de liderazgo.
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Alberto Rodríguez Barrera
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