SIMÓN ALBERTO CONSALVI
A compañé a Leonardo en los tiempos azarosos en que se llamaba Alfredo.
Trabajé con él en la resistencia y formé parte del CEN que dirigía como secretario general de AD en la clandestinidad.
De ahí que pocos privilegios tan gratos como escribir una introducción a la biografía de Leonardo Ruiz Pineda, el alfarero de la libertad, de la historiadora Libia Suárez de Peñaloza, editada ahora en San Cristóbal.
Después de tantos caminos recorridos, es tiempo de aceptar que ninguna experiencia puede compararse con la que entonces vivimos. La resistencia clandestina contra una dictadura militar no es una opción que los ciudadanos elijen. Simplemente, se trata de un compromiso ineludible que se asume a sabiendas de los innumerables riesgos que comporta. Al ciudadano las dictaduras lo ponen entre la espada y la pared. Eso fue lo que sucedió después del 24 de noviembre de 1948.
Al poco tiempo de haber sido liberado de la Cárcel Modelo, donde fue encarcelado como ministro del gabinete del presidente Gallegos, Leonardo comprendió que para él no existía otro destino que enfrentar la dictadura, y que no había otra alternativa que la resistencia. Desde el primer momento se dedicó con ahínco, disciplina y coraje a la gran tarea, y a ella entregó los últimos años de su vida, de 1949 a 1952. Ni la persecución a que estaba sometido las 24 horas del día por la red de espías desplegada para darle cacería, ni las arduas circunstancias de andar de "concha en concha" alteraron su alegría de vivir en medio del peligro, ni sus hábitos de lector o de escritor y periodista. Gallegos lo llamó "el de la fina valentía y la gozosa audacia".
Fueron años oscuros de nuestra historia, pero también ejemplares, a través de los cuales se demostró que ninguna dictadura por poderosa que fuere podía instalarse impunemente en nuestro país. Leonardo fue asesinado el 21 de octubre de 1952, en vísperas de unas elecciones de Asamblea Constituyente cuyos resultados el régimen militar no aceptaría bajo ninguna circunstancia. La dictadura fue derrotada y los coroneles recurrieron otra vez a su único lenguaje: las armas.
Abundan, por consiguiente, las razones humanas y políticas para saludar la aparición de esta biografía del gran venezolano que escribió Libia Suárez luego de arduas investigaciones, diálogos y búsquedas. Buena historiadora y estudiosa del proceso político, analiza a Leonardo como ser humano, como intelectual y como uno de los líderes populares de más vastas resonancias en la historia de la democracia venezolana.
Leonardo llegó a Caracas en 1933, en compañía de otro tachirense que haría historia, Ramón J. Velásquez. Cuando pasaron por Maracay, después de tres días de carreteras polvorientas, en un autobús lento y primitivo, vieron a lo lejos la figura ya encorvada de Juan Vicente Gómez. Se cruzaron miradas y disimularon el miedo.
Con la muerte del general se inició el período de transición que la historiadora estudia con tino porque, a partir de entonces, 1936, como uno de los jóvenes dominados por la pasión política, Leonardo participa y se involucra y comienza a dar los primeros pasos de un largo camino. Regresan los líderes del 28, Betancourt, Leoni, Villalba, etc. Vale la pena imaginar a los de aquí al encontrarse con los que volvían del destierro y del aprendizaje del mundo. En esta biografía se recrea el singular momento y sus expectativas.
¡Todo, válganos Dios, porque al fin había muerto el general! En 1941, Leonardo regresó a San Cristóbal, con su título de abogado de la UCV. Es el año de la "candidatura simbólica" de Rómulo Gallegos que entusiasma a los jóvenes. En 1943, fundó el diario Fronteras, una de las mejores experiencias del periodismo tachirense que combinaba información, cultura y política. Leonardo escribía la columna diaria "Ventanas al mundo". Recuerdo una serie memorable dedicada al tema, por entonces muy crítico, de la reforma constitucional. Abogaba por el voto directo para elegir al presidente de la República, y por la incompatibilidad de funciones ejecutivas y legislativas consagrada por la Constitución de 1830, pero negada por Monagas en 1857, práctica adoptada y disfrutada desde entonces por las antidemocracias, hasta la Constitución de 1947. Fui apasionado lector de Fronteras, aunque en 194647 me tocó dirigir (demasiado joven para el encargo) el diario Vanguardia, que pretendía ser la competencia.
Para este momento, Ruiz Pineda era presidente del estado.
Al triunfar Gallegos, fue designado ministro de Comunicaciones, y allí lo sorprendió el 24 de noviembre, o sea, la muerte de la democracia, el entronizamiento de los coroneles que habrían de acabar con su vida a los 36 años de edad. Su última proeza fue dirigir la edición clandestina del Libro negro que denunció las tropelías dictatoriales. Al texto de sus páginas autobiográficas, a los escritos de Gallegos, Betancourt, Andrés Eloy, Carnevali, Velásquez, Siso, Manuel Alfredo, etc., se une ahora esta biografía de Libia Suárez de Peñaloza. Tiempo propicio para leerla, y para aprender de Leonardo.
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