Chávez y su régimen, lastrado con el agobiante y costoso peso de la tiranía cubana y responsable por el mantenimiento de ficciones como las de Evo Morales, Daniel Ortega y Rafael Correa no tienen la más mínima posibilidad de sobrevivir más allá de los torpes coletazos que hoy sufrimos. De los cuales, en rigor, más responsable es la propia oposición, miope ante los desafíos históricos de la modernidad y empeñada en seguir el juego mezquino y aldeano a que la obliga la tiranía.
Antonio Sánchez García
Cayó el telón de una de las películas de terror más largas de la historia: Muammar Gadaffi ha muerto este 19 de octubre de 2011, en Sirte, la ciudad donde naciera un 7 de junio, hace 69 años, tras cuarenta y dos de férrea dictadura. Con él se cierra el primer ciclo de uno de los años más tormentosos y sangrientos de la historia contemporánea del mundo árabe, que en el curso de unos pocos meses ha visto caer inesperadamente las dictaduras de Túnez, Egipto y Libia bajo la furia de un vasto movimiento de rebelión popular, mientras Siria y Yemen se tambalean a un paso del abismo.
Imposible olvidar que este ciclo sangriento que sacude al mundo árabe comenzó con la derrota, la persecución y la muerte en la horca de Sadam Hussein, una de las figuras emblemáticas del caudillismo militarista musulmán. Para encontrar un colofón sangriento en la reciente captura y asesinato del líder de Al Qaida, Osama Bin Laden. Y que por ahora ninguna de las dictaduras del mundo árabe – como del resto africano -, se encuentran a resguardo. Pende, por sobre todas ellas, la amenaza de la rebelión, la guerra civil, la caída de sus tiranos y el intento, por ahora frágil y aún demasiado inestable, como lo demuestran las dificultades por instaurar un régimen democrático en Egipto, por construir en los espacios vaciados de sus viejos sistemas de dominación salidos de la liberación colonial, regímenes auténticamente democráticos, basados en economías de mercado, separación de poderes y estados de derecho.
Era previsible. Pues la rebelión tunecina y su inmediato eco en el Egipto de los faraones hicieron ver desde sus comienzos que no se estaba ante un fenómeno circunstancial, delimitado en el tiempo y constreñido a una sola nación. Era, como lo señalamos desde sus inicios, la crisis global de un sistema de dominación emergido de la caída del colonialismo francés y británico, que diera paso a regímenes autoritarios y personalistas amparados en las propias potencias coloniales.
Bastó que los aires de renovación impuestos por la globalización de las economías y sus efectos sobre la universalización telemática con el fulgurante despliegue de la red informática se hicieran realidad a todo lo largo y ancho del planeta para que los anhelos democratizadores y los afanes de participación directa de las mayorías en la vida pública de las respectivas naciones – ahora meras provincias de la llamada aldea global metaforizada por Marshall MacLuhan - encontraran suelo fértil en naciones agotadas por dictadores estériles, extravagantes y ya trasnochados, como Gadaffi. En muchos aspectos junto a Hussein la figura emblemática del último medio siglo de cultura política en el mundo árabe.
Contrariamente a lo sostenido por la crítica antropológica y cultural marxista de los años sesenta, todavía hoy imperante en los cuarteles de la subcultura marxista leninista, el “imperialismo” de las imágenes y sus mensajes, así como el dominio universal del american way of life, acompañados por el inextricable entretejido de la dependencia económica de las naciones, no se tradujo en el sometimiento de las sociedades subdesarrolladas, sino en la potenciación de sus economías, en el afán de progreso, bienestar y prosperidad de las mayorías y en la presión por la democratización de sus sistemas políticos. Imposible no advertir en los dramáticos sucesos del norte africano, que se extenderán inevitablemente como una mancha de aceite por el resto del continente empujando un tsunami democratizador, una señal inequívoca de los nuevos tiempos. La época de las dictaduras propias del subdesarrollo está llegando a su fin en el mundo. Como por cierto el subdesarrollo mismo, como lo demuestran las prósperas economías del sureste asiático y el despertar de nuevas potencias económicas regionales, desde China a Brasil y desde México a Chile.
Es lógico y natural el desconcierto y la desesperación de quienes, como el teniente coronel Hugo Chávez, son reflejos y coletazos de formas moribundas de dominio. Como el caudillismo militarista latinoamericano y la ideología del fantasmagórico socialismo del siglo XXI. La postiza hermandad entre Chávez y los tiranos africanos como Mugabe o Gadaffi, y la alianza contra natura del gobierno de una nación cristiana profundamente vinculada a la cultura sociopolítica occidental como la venezolana con una teocracia islamista medieval y retardataria como la de Irán, están irremediablemente condenados a su desaparición en el corto plazo. Chávez y su régimen, lastrado con el agobiante y costoso peso de la agónica tiranía cubana y responsable por el mantenimiento de ficciones como las de Evo Morales, Daniel Ortega y Rafael Correa no tienen la más mínima posibilidad histórica de sobrevivir más allá de los torpes coletazos que hoy sufrimos. De cuya persistencia en el tiempo, en rigor, más responsable es la propia oposición venezolana, miope ante los desafíos históricos de la modernidad, prisionera de trasnochados esquemas de gobierno y empeñada por seguir el juego del peso de la noche. Si comprendiera y asumiera la responsabilidad que la historia le demanda, de abrir con valentía los ventanales que enturbian nuestro ambiente para dejar salir los prejuicios y permitir que fluya la verdadera corriente modernizadora de los tiempos, el régimen se derribaría como un castillo de arena. Pero por lo visto, más que a la responsabilidad moral ante el futuro estamos sometidos a la tortuosa y oscura manipulación de las encuestas.
¿Nos abriremos al futuro? Sobrevive la duda. También la esperanza.
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