Quien crea que del otro lado de la mesa juegan limpio, aún no entiende ni la naturaleza del régimen ni su decisión de llegar hasta sus últimos extremos: una dictadura decidida a robarnos hasta los sueños y, expropiados hasta de los deseos, aplastarnos como a cucarachas. Para que estemos claros: tenemos un solo enemigo y se llama Hugo Chávez. Decidido a imponer el comunismo, único régimen que le garantiza el poder absoluto y vitalicio, como en Corea del Norte y en Cuba. Para lo cual cuenta con la complicidad y la ayuda de los comunistas del mundo y sus tontos útiles. Llámense Rodríguez Zapatero o Lula da Silva.
Si sólo fuera un tirano, la tendríamos más fácil. Como con Pinochet, que era un dictador, cruento y sanguinario, pero que además de contar con un extraño sentido de la ética y la moral, ni pretendía implantar el comunismo ni establecer una dictadura hereditaria. Sin engañar a nadie. Jamás se disfrazó de demócrata. Se sabía capitaneando una guerra contra el terrorismo, la subversión y el marxismo, una cruzada por la cultura y los derechos establecidos perfectamente consciente de que en una guerra, todo se vale. Con un gran ventaja a la hora de enfrentarlo: no era un malandro. Sería un asesino, pero no un tahúr. Con una incomparable ventaja frente al malandrín que usurpa el Poder en Venezuela: sabía – y supo – perder. No dejó Chile convertido en el desierto de la inmoralidad y la ruindad en que el Malandro Mayor ha convertido a nuestro país. Y cuando tuvo que abandonar La Moneda, el palacio de gobierno del sureñó país, la dejó.
Hannah Arendt, que desentrañó las vísceras del totalitarismo, dijo una verdad del tamaño de una catedral: con dictadores totalitarios no se puede cohabitar. El desafío es de una simpleza aterradora: enfrentarlos políticamente presupone la consciencia de que se está ante una guerra a muerte. El dictador o nosotros. El tirano o los demócratas. Dictadura o democracia. Sin puentes, medias tintas ni componendas. A su lado, se duerme con un ojo abierto. O al despertar descubriremos la violación de que hemos sido víctimas. Si es que despertamos. Hay no uno sino muchísimos ejemplos. Del 11 de abril en adelante se cuentan por miles. Quienes fueran el viernes pasado a Miraflores, dejando en la reja a Ledezma y callando ante el fraude de que se hacían cómplices, todavía no toman plena conciencia de la calaña del sujeto de marras.
La historia ha querido que lo enfrentemos con las manos limpias, aceptando el inmenso riesgo de jugar en su cancha con las cartas marcadas. Como hicieran los demócratas chilenos con su dictador. Habría que ser estúpido para ir al duelo desprevenido y soñoliento, creyendo en el imperio irrestricto de la ley. Como en su momento los chilenos. Por su parte, si acepta medirse es porque cree poder dominarnos con sus malas artes. Como lo hiciera el 15 de agosto del 2004 y el 15 de febrero del 2008. Y si pierde por un inexcusable error suyo o de sus esbirros, dirá que nuestra victoria es una victoria de mierda e inventará la manera de arrebatárnosla con una llave de maldad maestra. Incluso desconociendo esa victoria y, si no le queda más remedio, desposeyendo al vencedor de todos sus derechos e imponiendo una esbirra dispuesta a lamerle las botas. Como la Jacquelin Farías.
Por todo ello, ante las parlamentarias, nuestra primera obligación es impedir que se nos birle el 26 de septiembre y con subterfugios de mala muerte nos corra la fecha para cuando él se crea superior. Como lo hizo con el RR, aceptadas sus trampas por la babosería de quienes dirigían entonces nuestros combates. El 26 de septiembre tendrá lugar llueva, truene o relampaguee. Por la razón o la fuerza. Y cada uno de nuestros candidatos deberá erigirse en el general de sus tropas en la defensa de sus votos. Cuentan en esa lucha con todos nosotros, la inmensa mayoría democrática del país. Esa fecha es mítica: abre el puente hacia el futuro y prepara el asalto final del 2012. La sentencia está escrita. Traicionarla, es cometer traición a la patria.
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Alberto Rodríguez Barrera
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