Estas cuarenta y ocho horas de marzo han marcado una jornada vertiginosa. Incomprensible si no se atiende a los elementos que la antecedieron y que se resumen en una sola palabra: prestigio. Valoración internacional de una lucha tenaz y valiente llevada adelante contra viento y marea y sin más medios que las propias uñas contra un régimen de oprobios que se hunde en el abismo insondable de su propia inconsistencia.
Antonio Ledezma se asomó este miércoles 10 de marzo al frío invernal de la madrugada santiaguina sin más equipaje que un traje de repuesto y un cargamento inconmensurable de ilusiones.
Llegó antes del alba y entró a Santiago a través de las carpas que a la vera de las pistas improvisan un aeropuerto portátil ante los desastres que el terremoto del 27 de febrero – también para los chilenos de ahora en adelante una fecha nefanda – causara en la gráciles instalaciones del aeropuerto internacional de Pudahuel. A las nueve de esa mañana, sin haberse despercudido aún de una noche de travesía, ya estaba reunido con el ex presidente de Colombia Andrés Pastrana y el líder de Renovación Nacional de Chile, el partido del presidente Sebastián Piñera, el senador Andrés Allamand. Como con todos los otros encuentros que sucederían vertiginosamente, encuentros signados por un solo tema: la libertad de Venezuela, la prosperidad de Venezuela, la extraviada grandeza de Venezuela. Un encuentro amistoso suficiente como para estrechar acuerdos y comprometer lealtades. Dos horas después ya se había reunido con Luis Alberto Moreno, presidente del Banco Interamericano de Desarrollo, y con Jorge Pizarro, líder de la democracia cristiana chilena recién designado presidente del Senado chileno. Uno de los más orgullosos foros parlamentarios del hemisferio, situado a millones de años luz de la parodia de nuestro tristemente famoso parlamento que se arrodilla ante las órdenes del caudillo y pergeña decretos para su gloria y majestad. Y vergüenza imborrable de nuestro patronimio.
¿Cómo entender que un organismo financiero multirregional que dispone de ingentes medios económicos como para llevar adelante los proyectos del Alcalde Metropolitano, aplastados por el rencor y la odiosidad de un gobierno que no tolera otras visiones, otros proyectos, otras utopías que la suya, no pueda asistir a la Alcaldía y tenderle la mano que requiere, mientras ésta, a su vez, tampoco pueda dirigirse al Banco Interamericano de Desarrollo para exigir ayuda y poder así mejorar, ampliar y construir más escuelas, más hospitales, más institutos de enseñanza media? ¿Por qué no contar con el financiamiento del Banco Interamericano de Desarrollo para que alcaldías y gobernaciones puedan avanzar en el proceso de maduración intelectual, moral y política que se expresa a través de la descentralización? La respuesta es obvia: porque el régimen del teniente coronel Hugo Chávez, prisionero del más feroz, inútil e infructuoso de los estatismos no tiene otra meta que aplastar el más mínimo rasgo de autonomía e independencia.
Lo que a continuación sucedería es digno de ser contado en detalles. Un encuentro con José María Aznar, el líder indiscutido del Partido Popular español, difamado por el chavismo universal y considerado el liberal más representativo de la cultura política iberoamericana. De allí al palacio consistorial para recibir las consideraciones debidas a un visitante ilustre de la ciudad de parte del alcalde de Santiago Pablo Zalaquett y un urgente llamado por parte del protocolo del futuro presidente de la república, Sebastián Piñera, que quiere estrecharle sus manos acompañado por el futuro canciller y comprometerse a velar por la democracia en uno de los países más entrañables y amados por el Chile profundo. No por casualidad nuestras naciones se aproximan a la celebración de sus bicentenarios de las manos de Don Andrés Bello y el presbítero José Joaquín Cortés de Madariaga.
Pocas veces un político venezolano ha sido más considerado por la comunidad política internacional que Antonio Ledezma, de paso por un vertiginoso día santiaguino. Sale del palacio de la Municipalidad de Santiago, cargado de regalos, para dirigirse al oriente de la ciudad, donde lo espera en su modesta morada don Patricio Aylwin, uno de los hombres más venerados por el Chile democrático. Allí nos recibe el patriarca de la democracia chilena, rodeado de su aura de inmensa humildad, casi un santo. En una morada, como él, de ejemplar humildad. Los presidentes chilenos comparten la suerte de quienes fueran nuestros presidentes en los tiempos de la plena vigencia de nuestra Constitución: pasan a retiro en residencias de modestas proporciones, sin alardes ni destellos de riqueza o mansiones hollywoodenses. Como las que hoy luce cualquier pelafustán rojo rojito tocado con la varita mágica del enriquecimiento ilícito. Llámese Diosdado Cabello o José Vicente Rangel.
Una hora de conversación con uno de los más sabios políticos chilenos, que cuenta la fascinante historia de la epopeya chilena: salir de un dictadura implacable sin más auxilio que la bondad y la inteligencia. Digno de Gandhi, esa figura que pena sobre la miseria fecal de Luis Ignacio Lula da Silva. De quien jamás sabremos si es un canalla o un imbécil, o ambas cosas a la vez, asunto que sus vergonzosas declaraciones sobre prisioneros políticos y los otros : terminar con la vergüenza sin más armas que la moral y la decencia. Ciertamente: un día verdaderamente vertiginoso en la vida de un líder de la Venezuela del futuro. Ser recibido y aleccionado por quien merece y ya debiera haber sido galardonado con el Premio Nobel de la Paz.
El único protagonista de esa visita a la apacible morada del ex presidente de la república y arquitecto del parto incruento de la democracia chilena fue don Patricio Aylwin, quien contó la larga, difícil y trabajosa aventura de ganarle el país al general Pinochet “en su propia cancha y respetando sus propias reglas”. Sin violencia y sin apuros, pero con tenacidad y constancia. Un esfuerzo extraordinariamente laborioso, con un solo y primigenio propósito: unir todas las fuerzas democráticas y antidictatoriales.
Como para darle un sesgo imborrable a este histórico acontecimiento, todo un sismo político que acarrea un giro de 180 grados en las tendencias dominantes en Chile, de efectos altamente probables sobre toda la región, la transmisión del mando fue precedida por tres terremotos de considerables importancia. A las 11 y media, en una sala plenaria atiborrada de invitados y mientras se cursaban los saludos de rigor por otro encuentro festivo y celebratorio, digno de nuestras tan escasas democracias populistas, estatistas y caudillescas, la inmensa mole del Senado chileno, construido a dos cuadras del mar por el general Augusto Pinochet, comenzó a mostrar los efectos de un sacudón telúrico. Esa descomunal caja de concreto, alejada de cualquier signo de veleidoso modernismo, escasamente agraciada y atiborrada por una festiva concurrencia, comenzó a bambolearse como si se hubiera tratado de una caja de fósforos. Dos inmensos ramos de flores que adornaban los costados del podium se movían de un lado al otro, ante una atónica concurrencia. Sin que, no obstante, los más de mil invitados hicieran amago del menor disturbio, no hablemos de pánico.
No una: tres veces sufrimos los asistentes los efectos de tres voraces terremotos: el primero de 7.2 grados, los siguientes de 6.9 y 6 grados en la escala de Richter. Algunos de los mandatarios presentes miraban al cielo raso, con cara de honda preocupación, aunque sin siquiera moverse de sus asientos. A las 12, tal como pautado, se inició la ceremonia con el ingreso al salón de la presidenta Bachelet, ovacionada durante largos minutos. Sin duda, sus seguidores habían sido agraciados por un vendaval de invitaciones. Aunque lo cierto es que la aplaudían por igual tirios y troyanos.
Lo mismo sucedió al ingresar el presidente electo, si bien la asistencia bacheletista no respondió con el mismo calor que hicieran sus contrarios para aplaudir a la presidenta. Una ceremonia breve y rigurosa, para levantar la sesión cuanto antes. Ya circulaba por los celulares la noticia de la magnitud de los sismos y la alerta emitida por la Armada ante la posibilidad de un eventual tsunami. El edificio debía ser evacuado discreta pero eficazmente.
En esa atmósfera, Antonio Ledezma pudo recibir el saludo de César Gaviria, de Luis Alberto Lacalle, de Álvaro Uribe y de otros presidentes y ex presidentes presentes en el acto, así como de los políticos chilenos Soledad Alvear, los senadores Jorge Pizarro, Jorge Chadwick, Jovino Novoa, ex presidente del Senado y anfitrión hasta el momento en que Jorge Pizarro asumiera su nuevo cargo, el ex alcalde Jaime Rabinet, nombrado ministro de defensa por el presidente Piñera. Puedo dar fe del afecto con que le estrechara sus brazos el Príncipe de Asturias, e incluso el afectuoso cambio de saludos con los presidentes Evo Morales y Rafael Correa, que lo invitara a visitar Quito.
Mientras Antonio Ledezma asumía así la representación diplomática informal de Venezuela, la diplomacia oficial brillaba por su ausencia. Se anunció la llegada de Nicolás Maduro, para ser reemplazada a última hora por la del vicecanciller Francisco Arias Cárdenas, acompañado de la embajadora de Caracas en Santiago. No se les vio el perfil al uno ni a la otra. Un grave tropiezo: el trascendental acto celebrado en el imponente escenario de la hermosa ciudad portuaria de Valparaíso fue imborrable no sólo por los tres terremotos que lo destacaran. Fue la consagración de una democracia ejemplar que ya se halla a cientos de años luz de nuestra deteriorada convivencia social y política.
De allí la trascendencia de esa brillante presencia alternativa. Un auténtico triunfo de la diplomacia opositora, que se viste de pantalones largos. En Venezuela, al parecer, ya comenzó la transición.
Antonio Sánchez-García
ND
Marzo 12, 2010
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