1. La decencia en la política
Los políticos son personas representativas. Con su dicción nos representan en ese escenario público que es el de la política. Pero cada persona representada es un pluriverso formado por pasiones, ideales, ideologías e intereses. Es por eso que hay políticos apasionados, idealistas, ideológicos, o simplemente delegados de fracciones de esa ficción necesaria llamada voluntad popular. Ahora, como ocurre en todas las profesiones, hay políticos que actúan de modo indecente y otros que destacan por su decencia. Afirmación que lleva a explicar, primero que nada, que es lo que aquí se entiende por decencia en la política.
Nótese que escribo “decencia en la política” y no “moral en la política”. La elección de la palabra decencia y no de la palabra moral no es casual. Por supuesto, ambas nociones se cruzan y a veces significan lo mismo. No se puede, efectivamente, ser indecente y moral; o inmoral y decente. Sin embargo, hay leves diferencias que para el caso son importantes.
La moral se refiere en general a un determinado código. No hay moral sin un código moral, código que pre-escribe y pre-condiciona el comportamiento de quienes lo acatan. En cambio no hay un código de la decencia. Eso quiere decir que la decencia está mucho más cerca de la práctica cotidiana que la moral. La decencia es siempre decencia con los, y para los demás. Y si a su vez aceptamos que la política tiene lugar a través de un nos-otros y en contra de un vos-otros, la decencia va dirigida principalmente a quienes nos adversan: los otros. Porque convengamos, política es lucha política de unos contra otros.
No hay política sin polémica, sin conflicto, sin antagonismo. La política es lucha por el poder político –lo sabemos desde Maquiavelo, pasando por Weber y Schmitt, hasta llegar a Rancière y Mouffe- y desertar de esa lucha es abandonar la política. Pero ¿cómo conservar la decencia en medio de esa lucha que a veces no da cuartel? La respuesta no puede ser más sencilla: manteniéndonos dentro de los límites de la lucha política. La indecencia en política significaría en ese sentido traspasar los límites de la política. Eso quiere decir que en política todo está permitido si los medios que se usan son políticos. Y si observamos bien el problema, podríamos concluir en que la política no se diferencia demasiado del fútbol, o de otro juego colectivo, o para decirlo al modo de Wittgenstein: la política es un juego cuyo juego implica el conocimiento de las reglas del juego.
De la misma manera que en el fútbol donde si un jugador aplica las reglas del rugby debe hacer abandono del juego, un político que usa en la política los medios del comercio, de la religión, de la vida privada, o – la indecencia más grande- de los ejércitos, debe ser sacado lo más pronto posible del juego. Cada juego tiene sus reglas y cada regla tiene sus juegos. Por lo tanto, la decencia política no es igual a la decencia privada.
En cierto modo la decencia en política puede ser entendida como una traducción de la moral general en el idioma de la política. De ahí se deduce que para ser decente en política no es necesario subordinar la política a la moral general sino que basta regirse por la moral que es propia al juego político.
Un político que subordina la acción política a la moral general puede producir enormes catástrofes. Imaginemos que Churchill y Roosevelt no hubieran aceptado conversar con Stalin debido al hecho de que éste era un asesino tanto o más despiadado que Hitler. Luego, subordinar la política a la moral puede ser algo sumamente inmoral, tan inmoral como subordinar la moral a determinadas correlaciones de fuerza. En este sentido la decencia en la política se caracteriza como una actitud que tiende a mantener el equilibrio entre el dictado moral y la perspectiva política. De tal modo que no sería errado decir que el mantenimiento de ese equilibrio es lo que llamamos decencia política, y eso significa simplemente, actuar con decencia sin que la política deje de ser política.
Ahora bien, creo que pocos políticos han practicado el juego político con tanta decencia como el Presidente de Costa Rica, Óscar Arias Sánchez, decencia que ha quedado de manifiesto en los últimos discursos y declaraciones del gobernante.
Para que quede claro: no me referiré en estas páginas al Óscar Arias mediador que dirigió las conversaciones para pacificar los conflictos militares en América Central, sobre todo en Nicaragua y El Salvador, razón por la cual fue honorado por el premio Nobel de la Paz en 1987. Tampoco me referiré al Óscar Arias de la crisis de Honduras del 2009. Tampoco me referiré a Óscar Arias como gobernante, tarea por la que debe ser evaluado por los costarricenses. En esas diferentes actividades Óscar Arias ha brillado por sus dotes diplomáticas y por su capacidad negociadora; de eso no cabe duda. Sin embargo, ni la diplomacia ni la gobernabilidad son tareas esencialmente políticas, y si lo son, corresponden al espacio menos político de la política.
Como mediador Arias estaba obligado a no tomar partido por ninguna de las partes en conflicto. Y no puede haber algo menos político que no tomar partido. Además, como todo gobernante que se precie de serlo, debía gobernar para todos los ciudadanos de su nación, fueran ellos de gobierno o de oposición. La diplomacia y la gobernabilidad son, desde luego, tareas muy importantes para el mantenimiento del juego político pero no son en sí, políticas. Esto es importante remarcarlo.
Al Óscar Arias a quien me referiré entonces es al gobernante que llegada la hora de despedirse de su cargo, ya liberado de las responsabilidades que implica la mediación y el dialogo, asume una posición defensiva y combativa a la vez, en contra de los nuevos enemigos de la democracia en América Latina.
Pocas veces un Presidente ha sido tan preciso como Arias al momento de marcar el terreno entre las fuerzas que se enfrentan y enfrentarán en el futuro inmediato: las de la democracia y las de la antidemocracia. Se trata de una nueva línea divisoria que tiene poco que ver con la lucha entre las derechas y las izquierdas. Después de todo, ni derechas ni izquierdas tienen en América Latina un pasado democrático que les permita sentirse demasiado orgullosas de sí mismas. La línea que traza Arias en cambio, cruza tangencialmente a izquierdas y derechas. Es, entiéndase bien: “otra” lucha.
Por lo tanto, al Óscar Arias al que me referiré, es al combatiente político que, tomando partido por la democracia y en contra de sus enemigos, propone alinear posiciones en el espacio del juego internacional llamando tácitamente a formar un frente (donde tengan cabida gobiernos de izquierda y de derecha) en contra de la amenaza antidemocrática que representan –digámoslo sin rodeos- los gobiernos del “socialismo del siglo XXl” comandados por Cuba y Venezuela. Gobiernos que si bien, sobre todo en sus fases de ascenso han contado con considerable apoyo popular, portan consigo la impronta de nuevos autoritarismos e incluso de formas dictatoriales que después del fin de la Guerra Fría parecían haber sido superadas.
El llamado de Óscar Arias comenzó a tomar forma el año 2009 a través de un discurso pronunciado en la Quinta Cumbre de las Américas, en Trinidad Tobago, el 18 de Abril del 2009. En esa ocasión dijo: “Tengo la impresión de que cada vez que los países caribeños y latinoamericanos se reúnen con el Presidente de los Estados Unidos es para pedirle cosas o reclamarle cosas. Casi siempre es para culpar a los Estados Unidos de nuestros males pasados, presentes y futuros”. Esas frases no pueden ser separadas de su contexto histórico.
Era la primera vez que los gobernantes latinoamericanos se reunían con el Presidente Obama y muchos no querían perder la oportunidad de dar fe pública de vocación anti-imperial. Sobre todo uno, quien obsequió a Obama el quejumbroso libro de Eduardo Galeano “las venas abiertas de América Latina”, libro destinado a demostrar que los latinoamericanos son eternos menores de edad, víctimas inocentes de los EE UU. Pero la alocución de Óscar Arias les aguó definitivamente la fiesta.
Ya la simple pregunta (¿Qué hicimos mal?) desactiva la paranoia anti-imperial de algunos gobernantes. Y escribo paranoia no como metáfora ni como analogía, sino en el exacto sentido del término. Desde esa perspectiva cabe diferenciar los daños que ha causado EE UU en el periodo de la Guerra Fría, que admitámoslo, no son pocos, de la presencia de una potencia destinada a destruir Latinoamérica que es la imagen alucinada que buscan expandir los gobernantes del ALBA.
“¿Qué hicimos mal? Es una pregunta casi terapeútica pues exige asumir la responsabilidad frente a las miles de desgracias, desgobiernos, dictaduras y otras calamidades que marcan la historia del continente y de las cuales los EE UU no tienen siempre mucho que ver. Y asumir la responsabilidad significa, en exacto sentido, responder. De más está decir que nadie respondió al discurso de Óscar Arias. Para los presidentes latinoamericanos siempre será más cómodo hacer creer que la culpa de todos los desastres – incluyendo los terremotos- la tiene un imperio omnipotente situado más allá de toda historia y de toda realidad.
Vano fue que Arias hubiera pasado lista a una serie de temas que son de responsabilidad exclusiva de los gobiernos: los exiguos presupuestos acordados a la educación en comparación a los gastos en materiales de guerra destinados no a luchar contra “el imperio” sino a asesinarse entre naciones vecinas; la carga tributaria que en algunas naciones alcanza un 12%; los bajos salarios públicos y privados y la miseria académica de las universidades, convertidas algunas en meros centros de formación ideológica.
La creencia en ese imperio del mal que no deja ser a los latinoamericanos lo grande que habrían sido si los EE UU no existieran, tiene profundas raíces psíquicas, lo que es fácilmente entendible puesto que los EE UU son la nación más poderosa de la tierra, no están presentes en la vida cotidiana de los latinoamericanos y están enredados en cruentas y lejanas guerras. Es decir, los EE UU son un objeto ideal de agresión simbólica. Sin embargo, más allá de un notorio y casi colectivo complejo de inferioridad hay, además, una indecente instrumentalización de la noción de “imperio”; y eso ya no tiene nada que ver con la psicología.
El imperio es para los gobernantes “revolucionarios” una tautología: el motivo que justifica la lucha en contra del imperio. Esa, a su vez, es la razón que según ellos obligará a clausurar el juego político en aras de un estado de excepción permanente a fin de criminalizar a los miembros de cualquiera disidencia, no como simples enemigos políticos sino como agentes del imperio.
El caso más patético es el del gobierno de Venezuela, país que no tiene ningún problema político, ni territorial, ni económico con los EE UU. Y sin embargo, no hay nadie que necesite más del imperio que Chávez. En cierto modo es el presidente más pro-imperialista de América Latina. No sólo porque sin las exportaciones a los EE UU la economía petrolera no funciona; no sólo porque al desmantelar la industria nacional y desalentar inversiones externas debe importar hasta alimentos de los EE UU sino, sobre todo, porque sin ese supuesto imperio toda la ideología chavista se viene al suelo. Quizás Chávez, en su inconsciente, quisiera ser agredido por un imperio de verdad. Su sueño no realizado es, como es sabido, repetir la historia cubana en todas sus fases. Necesita con urgencia de otra “Playa Girón”.
Cuba, a la hora de la toma del poder por parte de Castro y los suyos tuvo serios problemas económicos con los EE UU. Las expropiaciones a empresas norteamericanas fueron reales y la respuesta agresiva del gobierno de los EE UU es bastante conocida. En esas condiciones Castro logro aparecer como el auténtico representante de la nación frente al poderoso enemigo externo, áurea semiromántica de la cual todavía profita el cruel régimen que impera en la isla. Que Castro se hubiera unido con el peor enemigo de los EE UU, en ese tiempo la URSS, fue visto fuera de Cuba como un acto de defensa de la soberanía nacional frente a las amenazas de USA. En ese sentido Castro actuó según la lógica de la Guerra Fría. Chávez, a su vez, quiere repetir la historia, pero en condiciones totalmente diferentes.
A fin de convertirse en el héroe nacional que alguna vez fue Castro, Chávez ha injuriado sin cesar a los gobernantes norteamericanos esperando quizás una respuesta militar que lo llevará, en sus delirios, a convertirse en el símbolo heroico del antimperialismo del siglo XXl. Vano intento. En el colmo de su desesperación, busca como Castro unirse con los enemigos potenciales y reales de EE UU como son Rusia, Irán, Libia o las FARC. Hasta en ese punto falla. La alianza de Cuba con la URSS fue el resultado del cisma entre la isla y los EE UU. Chávez en cambio quiere unirse con Irán (y otros) para producir un cisma con los EE UU. Sin embargo, Chávez está dispuesto a tensar el conflicto con los EE UU siempre y cuando no se convierta en un conflicto real, es decir, él quiere jugar con el fuego pero sin quemarse. Ahí reside el fondo de su indecencia política: utilizar su (inexistente) lucha en contra del (inexistente) imperio como pretexto que lo llevará a ejercer un poder dictatorial en nombre de la defensa de una nación agredida por nadie.
De ahí que la pregunta, aparentemente tan inocente de Óscar Arias (¿Qué hicimos mal?) no puede ser respondida por aquellos que necesitan de la existencia de un imperio que concentre en sí mismo toda aquella indecencia de la cual ellos, y nadie más que ellos, son portadores.
Si en Bermudas 2009 Arias hizo un llamado a los gobiernos latinoamericanos a asumir la responsabilidad que les corresponde sin recurrir a la coartada de un imperio que ya hace mucho tiempo dejó de actuar en América Latina, en la siguiente reunión de la Cumbre que tuvo lugar en Cancún, México, el 23. 02 de 2010, Óscar Arias decidió pasar directamente a la ofensiva. Su discurso de despedida es, sino un testamento, por lo menos un legado político de indudable interés. En ese discurso no solamente se pronunció Arias en contra de la coartada del imperio imaginario sino, además, delineó en términos precisos el verdadero peligro que amenaza al continente: el aparecimiento de lo que él llamó, gobiernos “tentaculares”.
Las palabras pronunciadas por Arias estaban respaldadas por una experiencia reciente: la de haber servido de mediador en la crisis de Honduras de Junio del 2009. Ahí Arias pudo observar como su proyecto contenido en los siete puntos de su plan fue boicoteado desde Caracas y la Habana, lugares donde era fraguada una insurrección cuyo objetivo era provocar una guerra civil en la nación hondureña. Una guerra que restaurara al peón de Chávez, el derrocado presidente Mel Zelaya, y desalojara el gobierno interino de Roberto Micheletti. Óscar Arias, como todo demócrata, había condenado al golpe de Estado que derribó a Zelaya. Pero como avezado político entendió rápidamente que la tarea fundamental después del golpe era restaurar la democracia en ese país, democracia que no podía ser representada por Zelaya (había violado la Constitución), tampoco por el gobierno interino, y en ningún caso mediante el ascenso directo de los militares al poder.
Al final, como sabemos, los puntos principales del Plan Arias se cumplieron pese a los intentos del castro-chavismo por violentar la política hondureña. La pertinacia y sagacidad de Micheletti, la experiencia de la diplomacia norteamericana y la retirada de la escena de la mayoría de los países latinoamericanos -con la excepción vergonzante de Brasil quien cedió su propia embajada para que fungiera de foco insurreccional chavista-zelayista- aislaron al intervencionismo venezolano. Así, la democracia en Honduras pudo ser reestablecida mediante elecciones libres y secretas, y con una más que amplia participación electoral.
Y sin embargo, gracias a la miseria de la OEA, gracias a la complicidad de Lula, gracias a las maniobras de Chávez, gracias a la apatía de los gobiernos democráticos de la región, la Honduras republicana y demócrata no estaba representada en la Cumbre de Cancún. Sí lo estaba, en cambio, Cuba, país en donde el mismo día que Arias habló, Guillermo Fariñas Hernández moría de hambre en las mazmorras de los Castro, asesinado por luchar por su dignidad y la de su pueblo. En medio de una sórdida complicidad con la tiranía castrista, sólo se escucho en Cancún una sola voz decente, la de Óscar Arias. En esa ocasión dijo: “Es lamentable que en esta Cumbre de la Unidad se reúnan países que se arman los unos en contra de los otros. Y es también lamentable que en esta Cumbre de la Unidad se encuentre ausente el gobierno de Honduras, cuyo pueblo es víctima del militarismo y no merece castigo, sino auxilio”.
Todavía Arias no sabía del asesinato cometido a Orlando Zapata Tamayo. Ello lo obligó a hacer una declaración publicada por el diario “El País” el 13 de marzo del 2010. En ese texto podemos leer lo siguiente: “Los presos políticos no existen en las democracias. En ningún país verdaderamente libre uno va a prisión por pensar distinto. Cuba puede hacer todos los esfuerzos de oratoria que desee para vender la idea de que es una “democracia especial” , pero cada preso político niega en la práctica esa afirmación” “ Siempre he luchado por una transición cubana hacia la democracia. Siempre he luchado para que ese régimen de partido único se convierta en un régimen pluralista y deje de ser una excepción en el continente americano. Estoy convencido de que en una democracia, si uno no tiene oposición, debe crearla, no perseguirla, reprimirla y condenarla a un infierno carcelario, que es lo que hace el régimen de Raúl Castro” (....)
“Estoy conciente de que al hacer estas afirmaciones me expongo a todo tipo de acusaciones de parte del régimen cubano. Me acusarán de inmiscuirme en asuntos internos, de irrespetar su soberanía y, casi con certeza, de ser un lacayo del imperio. Sin duda soy un lacayo del imperio: del imperio de la razón, de la compasión y de la libertad. No voy a callarme cuando se vulneran los derechos humanos. No voy a callarme cuando se pone en jaque la vida de los seres humanos por defender a ultranza una causa ideológica que prescribió hace años. He vivido lo suficiente para saber que no hay nada peor que tener miedo a decir la verdad”
Muchos dirán: esas no son las palabras de un político real; esas son las palabras de un predicador. O dirán también: esas son las palabras de alguien que se despide, no de un político que está actuando. En fin, otros dirán, además, que cuando no se tienen responsabilidades que cumplir es muy fácil rendir culto a la verdad.
Vamos por partes. Por cierto, Arias es un político y no un servidor de la verdad absoluta. Basta recordar que durante su gobierno dijo una que otra frase halagadora a los oídos de Chávez. Pero también no fueron pocas las veces que expresó el peligro que representa el castro-chavismo en el contexto latinoamericano. Es cierto sí que como político Arias estaba obligado a mantener relaciones de compromiso, incluso con gobernantes que detestaba. Y que la razón de Estado no es la misma que la razón moral de cada ciudadano es algo que Arias sabe si no por lecturas, por experiencia. A un político, por lo demás, es imposible exigir que diga a cada momento la verdad; basta con que no diga mentiras. Esa es también la diferencia entre un intelectual y un político. Mientras un intelectual está obligado a decir lo que piensa, aunque el mundo se venga abajo, el político debe decir la verdad en el momento propicio y en el lugar preciso. Ahora, lo importante es que Arias la dijo. Hay que recordar, además, que no sólo Arias abandonaba su gobierno; otros gobernantes ahí presentes también debían hacerlo pronto. Pero, a diferencias de Arias, los demás callaron; indecentemente callaron.
Que a veces lo políticos deben callar en aras del cumplimiento de objetivos decisivos, es evidente. Para volver al ejemplo anterior: si Churchill y Roosevelt hubieran enrostrado a Stalin los espantosos crímenes que cometía en la URSS, habrían corrido el peligro de arruinar la alianza militar anti-nazi. Pero esa era una situación límite, en nada parecida a la ocurrida en la Cumbre de Cancún. El mismo Arias, por lo demás, está de acuerdo en cobijar a la antidemocrática Cuba en el espacio latinoamericano pues ahí pertenece histórica y geográficamente. Pero no al precio de silenciar crímenes horribles como los que se cometen en la isla. Raúl Castro puede irse de, y volver a la Cumbre, y América Latina va a seguir existiendo tan bien o tan mal como antes.
La decencia de Arias es una decencia política y no puramente moral, ni mucho menos moralista. Por una parte, no hay mayor decencia en política que decir la verdad, y Arias la dijo. Por otra parte, eligió políticamente el lugar y la hora para decirla. Y, por último, y este es el punto decisivo que separa a la moral pura de la decencia política: Arias dijo la verdad en función de una perspectiva, y con el propósito de polemizar abiertamente con un enemigo político identificado y al que propone derrotar: el castrochavismo y sus seguidores.
En fin, y a riesgo de repetirme, la decencia política, a diferencia de la privada, para que sea política debe atender, en primer lugar, a una perspectiva política, y en segundo lugar, a un enfrentamiento político con un enemigo real y no imaginario. O dicho de otro modo: el discurso que pronunció Arias en Cancún no es sólo la proclamación de un par de verdades. Es, además, una declaración de abierta hostilidad a quienes considera los peores enemigos de la democracia latinoamericana.
Siguiendo el discurso de Óscar Arias, la democracia latinoamericana se encuentra amenazada por el surgimiento de diversos gobiernos que reúnen las siguientes características:
1. Son reaccionarios, pues intentan restaurar los discursos y la lógica de la Guerra Fría
2. Son democráticos de origen, pero no de ejercicio
3. Intentan borrar las fronteras entre gobierno, Partido y Estado
4. Proponen sustituir a la democracia representativa por una supuesta democracia participativa.
De acuerdo al primer punto dijo Arias: “A pesar de los discursos y los aplausos lo cierto es que nuestra región ha avanzado poco en las últimas décadas. Muchos quieren abordar un vagón al pasado, a las trincheras ideológicas que dividieron al mundo durante la Guerra Fría”.
El carácter restaurativo de dichos gobiernos se deja ver, además, en el hecho de que, o son gobiernos militares, como es el caso de Cuba o Venezuela, o integran a los ejércitos tradicionales en el nuevo aparato de poder. De este modo, el Estado militar que parecía haber desaparecido después de la Guerra Fría, está siendo restaurado; esta vez en nombre de la revolución. En Bolivia, por ejemplo, los militares ya corean la consigna cubana: “Patria o Muerte”. Por supuesto, a los altos oficiales les da lo mismo corear cualquier consigna, sea de izquierda o de derecha. Lo que les importa, y antes que nada, es acceder al poder; y lo están haciendo.
En el segundo punto Arias fue muy preciso: “No se debe confundir el origen democrático de un régimen con el funcionamiento democrático del Estado. Hay en nuestra región gobiernos que se valen de los resultados electorales para justificar su deseo de restringir libertades y perseguir a sus adversarios. Se valen de un mecanismo democrático para subvertir las bases de la democracia”.
No hay, en verdad, nada más frágil que una democracia. Hasta las más evolucionadas se encuentran expuestas a que en medio de una crisis, de las tantas que vive una democracia normal, bandas bien organizadas logren hacerse del poder apelando a recursos populistas y demagógicos. Incluso la vieja democracia francesa se vio una vez amenazada por los truhanes racistas de Le Pen. Hoy el racismo populista arrecia peligrosamente en Holanda. Con mayor razón, el asalto a la democracia mediante la utilización de medios democráticos es un peligro latente en América Latina, cuna de tantos demagogos.
Según el tercer punto, dijo Arias: “Honrar la deuda con la democracia quiere decir mucho más que promulgar constituciones políticas, firmar cartas democráticas o celebrar elecciones periódicas. Quiere decir construir una institucionalidad confiable, más allá de las anémicas estructuras que actualmente sostienen nuestros aparatos estatales. Quiere decir garantizar la supremacía de la Ley y la vigencia del estado de Derecho, que algunos insisten en saltar con garrocha. (....) Quiere decir fortalecer el sistema de pesos y contrapesos, profundamente amenazado por la presencia de gobiernos tentaculares, que han borrado sus fronteras entre gobernante, partido y Estado”.
Borrar las fronteras entre gobernante, partido y Estado es un ideal de los gobiernos del socialismo del Siglo XXl. En Venezuela Cuba y Nicaragua ese ideal ya ha sido convertido en realidad. El Partido de Estado ha llegado a ser en esos países la representación partidaria de los deseos del máximo líder. En Bolivia, la desaparición de esas fronteras ha alcanzado incluso un estatuto teórico. El Vicepresidente de la nación, Álvaro García Linera, ha desarrollado, por ejemplo, la teoría del “Estado integral”, teoría según la cual al tener lugar una “revolución en el Estado”, son borrados los límites entre representantes y representados, entre sociedad civil y sociedad política. El integrismo estatal parece ser la versión subdesarrollada y latinoamericana del totalitarismo europeo. A esos gobiernos integristas que se apoderan del Estado hasta convertir al Estado en gobierno y al gobierno en Estado los llama Óscar Arias “gobiernos tentaculares”.
Y de acuerdo al punto cuarto, especificó el ex Presidente: “Y ojalá también sepan (nuestros pueblos) resistir la tentación de quienes les prometen vergeles detrás de la democracia participativa, que puede ser un arma peligrosa en manos del populismo y la demagogia. Los problemas de Latinoamérica no se solucionan con sustituir una democracia representativa disfuncional, por una democracia participativa caótica”.
Como es sabido, quienes siguen a los gobiernos integristas (o tentaculares) de nuestro tiempo aducen siempre de que se trata de un nuevo tipo de democracia, a la que llaman democracia participativa en contraposición a la democracia representativa (o burguesa). Aquello que no entienden es que en sentido político no puede haber ninguna contradicción entre participación y representación. La democracia delegativa es de por sí participativa puesto que la elección de los delegados, desde el más modesto concejal hasta llegar al Presidente, implica una abierta participación de los electores, participación que comienza mucho antes de las elecciones.
En una democracia representativa todos tenemos derechos a ser representantes y si no lo somos es porque no podemos o no lo deseamos. La razón es que en una democracia representativa la política es sólo una profesión entre muchas. Hay, además, muchas otras profesiones mediante las cuales participamos en la sociedad. Si no elegimos la profesión política, que es sólo una entre tantas, es porque nos importa más el ejercicio de otra profesión. Es por eso que si no nos interesa ser representantes pagamos con nuestros impuestos a alguien para que juegue ese papel del mismo modo que cuando estamos en pleito pagamos a un abogado para que nos represente ante la justicia. Nadie puede ser obligado, como ocurre en las dictaduras, a formar parte de la llamada democracia participativa.
Por lo demás, la mayoría de los regímenes políticos que defienden la noción de la democracia participativa son simples y miserables dictaduras. Y la razón es obvia: la llamada democracia participativa implica, en la mayoría de los casos, acatar y transmitir las ordenes que han sido tomadas desde el gobierno tentacular. Las llamadas bases, consejos comunales, círculos revolucionarios, comités de defensa de la revolución, misiones, soviets, poder ciudadano, poder popular y otros nombres similares, no pasan de ser apéndices de un Estado integral que organiza la participación desde arriba hacia abajo; jamás desde abajo hacia arriba. En fin; la democracia participativa que ha sido levantada por los regímenes neodictatoriales de América Latina no es más que una crema cosmética del antiguo corporativismo fascista y/o estalinista que fue derrotado en Europa y hoy vuelve a renacer en el continente.
Contra esos peligros y otros, ha llamado a luchar Óscar Arias Sánchez, uno de los políticos más decentes de nuestro tiempo.
Fernando Mires (Chile)
mires.fernando5@gmail.com
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