Fernando Mires (Chile)
Cuando en Diciembre del 2009 escribí un breve ensayo titulado “Dictaduras” lo concebí como la primera parte de una trilogía cuya segunda parte debería llamarse “La revolución”, parte de la que ahora me ocupo. La tercera parte deberá abordar el tema de la “democracia en América Latina”.
Dictaduras, revoluciones y democracia constituyen a mi entender una unidad trinitaria que signa la breve historia política del continente. Fue precisamente al escribir ese trabajo que me di cuenta que en América Latina no sólo había una relación entre sus revoluciones y sus dictaduras sino también, en la mayoría de los casos, una simbiosis. Constatación interesante que amerita cierta atención.
Un gran avance histórico
En el curso de la redacción de este trabajo he podido advertir que las tres partes de la trinidad política mencionada –dictadura, revolución y democracia- no pueden ser entendidas como líneas paralelas sino como un enjambre en cuyos interiores unas se entrecruzan con otras, de tal modo que podemos afirmar que entre esas tres líneas (o dimensiones) históricas existe una relación de sobre-determinación. Particularmente intensiva –repito la idea- es la relación que se observa entre dos fenómenos: el de la revolución y el de la dictadura. Como es sabido, la tercera dimensión, la de la democracia, que es la que recién está imponiéndose en la América Latina del siglo XXl, ha sido -visto el tema desde una perspectiva histórica- la excepción y no la regla.
Hoy parece que en América Latina asistimos a la hegemonía de la democracia occidental por sobre otros ordenes políticos. Pero el curso histórico no es lineal. Del pasado perviven sedimentos autoritarios, aún en países que han adoptado la normativa democrática. Hay todavía gobiernos personalistas, caudillistas y militaristas. Hay también gobiernos que son menos democráticos que otros. Y hay también dictaduras. La dictadura militar cubana, por ejemplo, pertenece definitivamente al pasado, pero vive en el presente. En Nicaragua y Venezuela, aunque sus gobiernos tuvieron un origen democrático, han sido adoptadas formas de las dictaduras latinoamericanas de los siglos diecinueve y veinte. Pero aún así no pueden renunciar a la legitimación electoral desde donde emergieron sin riesgos de perder toda conexión con el ámbito regional al que pertenecen. Es por esa razón que, como muchas que han aparecido en otros lugares del mundo (Irán, Rusia, Bielorusia), las dictaduras latinoamericanas del siglo XXl son electorales e incluso, como es el caso de la de Chávez, electoralistas. Desde esa perspectiva, las dictaduras “revolucionarias” latinoamericanas, aunque han emergido democráticamente, podrían ser vistas como verdaderas regresiones históricas. Cuba, Nicaragua y Venezuela constituyen en ese sentido la vanguardia de la contra-revolución antidemocrática continental. La gran ironía es que dicha contra-revolución se ha erigido en nombre de una revolución, la del supuesto socialismo del siglo XXl. Sobre ese tema volveré a insistir.
Analizando el fenómeno “revolucionario”, podemos convenir en que no hay una contradicción insalvable entre la idea de la revolución y la práctica dictatorial. Por el contrario, ambas han sido complementarias. No puede extrañar así que casi todas las dictaduras, de las tantas que marcan nuestra historia, han sido erigidas en nombre de alguna real o imaginaria revolución. La revolución en muchas ocasiones –y no sólo en América Latina- ha sido fuente de legitimación dictatorial, y lo ha sido hasta el punto que uno se ve obligado a pensar en una paradoja: que a veces no hay nada más contra-revolucionario que una revolución. Que muchas de las llamadas revoluciones políticas latinoamericanas no han sido ni progresivas ni progresistas es una tesis que trataré de probar a continuación.
El mito de la progresión histórica
Hablar de revoluciones regresivas parece ser contradicción, pero etimológicamente no lo es ya que corresponde con el sentido originario del término que –como suele ocurrir- es un trasplante derivado de otra ciencia, en este caso de la astronomía -particularmente del famoso texto de Copérnico relativo a “la revolución de las esferas celestes” (Eudeba 1976)- hacia el plano de las ciencias sociales. Como es sabido, los cuerpos celestes no cursan en dirección progresiva sino cíclica. Debido a esa razón, el concepto de “revolución” fue aplicado por primera vez en la política para designar la abolición del Parlamento y la restauración de la monarquía inglesa el año 1600. En el mismo sentido restaurativo fue aplicado en la Inglaterra de 1688 cuando fueron expulsados los Estuardo por los reyes Guillermo y María (sobre el tema: Hannah Arendt, “Über die Revolution”, Münich 1974, p. 51)
Ahora, si analizamos las revoluciones políticas de la modernidad, podremos comprobar que muchas han sido “copernicanas”, es decir, han portado consigo momentos restauradores e involutivos. En cualquier caso –haciendo excepción de la revolución norteamericana de 1776- la mayoría de las revoluciones de la modernidad han sido seguidas por terribles dictaduras. Aunque, como es el caso de la Revolución Francesa de 1789, muchas que han tenido un origen democrático, no han podido escapar a su sino dictatorial. La Revolución Francesa, para seguir con el ejemplo, fue sólo democrática en sus discursos. Pero nadie puede decir que Robespierre o Napoleón fueron gobernantes democráticos. Por el contrario, en nombre de la declaración de los derechos humanos fueron arrasadas y de modo brutal, las libertades más elementales de los ciudadanos franceses. Lo mismo se puede decir de la revolución rusa de 1917.
Surgida la revolución rusa en contra de la tiranía zarista, terminó estableciendo ya durante Lenin, pero sobre todo durante Stalin, la dictadura más sangrienta de toda la historia universal. La revolución nazi, en cambio, fue desde sus orígenes una subversión en contra de la incipiente democracia alemana, pero al igual que la bolchevique hizo suya una gran cantidad de elementos propios al jacobinismo robespierreano- napoleónico. La única revolución que ha sido democrática desde sus orígenes hasta su consolidación fue la norteamericana, calificada por Hannah Arendt, y con mucha razón, como una “feliz casualidad”.
La diferencia entre las revoluciones matrices de nuestro tiempo –la francesa y la norteamericana- es, como ya advirtiera Tocqueville, que mientras los seguidores de Jefferson y Waschington pusieron la revolución al servicio de la Constitución, los seguidores de Robespierre, Danton o Marat, pusieron la Constitución al servicio de la revolución. Mientras en EE UU la revolución terminó con el dictado de la Constitución, los franceses violaron su carta constitucional en nombre de la revolución. Mientras en EE UU la revolución fue un medio para la realización del ideal democrático, en Francia la proclamación de la democracia fue un medio para la realización del ideal revolucionario (dictatorial). En ese sentido, tanto el Holocausto hitleriano como el Gulag estalinista encuentran antecedentes en la eficaz guillotina de los jacobinos franceses.
La revolución francesa inauguró, sobre todo a partir del fanatismo de Robespierre, el culto a la revolución como obra suprema de la razón. La revolución dejó de ser así un acontecimiento o un proceso para transformarse en una suerte de pagana religión. Es por eso que desde Robespierre, pasando por Lenin, hasta llegar a los Castro, las revoluciones no “suceden”, o no “ocurren” sino que “se hacen”. El revolucionario pasó a ser así un elegido de la historia; un hombre nuevo situado más allá del bien y del mal a quien está permitido hacer lo que no está moralmente permitido a la gente normal, los no revolucionarios. Sobre todo: asesinar.
De acuerdo al ideal revolucionario heredado del evento francés, la especie humana se divide en dos grupos: los revolucionarios que hacen la historia y la masa inerte, arcilla humana que debe ser modelada por la revolución. El revolucionario es elevado así a la condición de hacedor, de gran arquitecto de la historia, del artista de la masa social, alguien que no se deja regir por la moral común sino por la misión que imagina le ha sido encomendada por las leyes de la historia de la cual él cree ser depositario. De ahí que los grandes revolucionarios han sido casi siempre grandes alucinados. Más aún: al confundir su persona con la historia terminan creyendo que con su muerte termina la historia. Es por eso que el dirigente revolucionario, sobre todo cuando es gobernante, padece de un pavoroso delirio de persecución. Tanto Robespierre como Stalin y Hitler, hasta llegar a los dictadores revolucionarios de nuestros días, vieron enemigos por todas partes. Sufrían de un agudo “complejo de magnicidio”, tema que no ha sido abordado en profundidad por las ciencias psicológicas. Qué lástima. Si yo fuera psiquiatra escribiría un libro titulado: “Sociopatía del dictador revolucionario”.
En América Latina no se impuso el ideal democrático de la revolución norteamericana sino el ideal jacobino de las revoluciones europeas. De este modo se explica porque todas las revoluciones que han sido consignadas como tales han prometido restaurar la democracia, pero todas la han violado. La revolución ha terminado por convertirse en carta de legitimación de dictaduras, cada una más malvada que la otra. Incluso los feroces dictadores militares del “cono sur” nos hablaron, durante los años ochenta del pasado siglo, de una “revolución nacional”, de un “revolución libertadora”, de una “revolución patriótica”, y que sé yo de cuanto más.
No hay efectivamente otra palabra en nombre de la cual se han cometido tantos crímenes como la palabra revolución. La revolución ha terminado por ser el pasaporte de los grandes delincuentes políticos. Esa es quizás la razón que explica porque en los países políticamente más avanzados de nuestro continente, los políticos que provienen de la izquierda, es decir, de una tradición (que se dice) revolucionaria, han decidido borrar la palabra revolución de su vocabulario. Así ocurrió en las últimas elecciones de Chile y Uruguay y ocurrirá en las que tendrán lugar en el Brasil de Lula. En cambio, en países sin o con precarias democracias, como Cuba, Bolivia, Venezuela, Nicaragua o ayer la Honduras chavista de Zelaya, la palabra revolución es pronunciada por sus excitados presidentes con fanático fervor y sin cansancio ni piedad.
http://e-lecciones.net/opinion/?numero=641&show=1&p=d&titulo=La Revolución - un ensayo-
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